El turismo comunitario en América Latina se entiende como un modelo de gestión de la actividad turística en el que la población local de un determinado territorio rural (principalmente familias campesinas y pueblos indígenas), a través de las distintas estructuras organizativas colectivas de las que históricamente se han dotado en ese lugar (cooperativas, asambleas comunales, asociaciones o grupos de familias asociadas), ejerce un papel preponderante en el control del diseño, ejecución, gestión y distribución de beneficios derivados de dicha actividad. Fundamentalmente se trata de una actividad complementaria a otras de carácter tradicional, como la agricultura, ganadería, pesca, forestería, elaboración de artesanía o actividades extractivas a pequeña escala), que permite diversificar las economías rurales (Cañada, 2013).
Después de años de cooperación internacional y políticas públicas que han apoyado este tipo de iniciativas como mínimo desde mediados de los años 70, una parte del debate sobre la viabilidad del modelo se ha focalizado en gran medida en sus procesos de comercialización, aunque con argumentos y enfoques distintos e incluso contradictorios. Así se ha convertido en un “secreto a
voces” entre personas que trabajan acompañando este tipo de procesos que mucho del fracaso de algunas de estas iniciativas tienen que ver con su dificultad de acceder al mercado y consolidar una demanda que les permita vender unos determinados servicios y mejorar sus condiciones de vida (Ashley & Goodwin, 2007; Bartholo & Bursztyn, 2012).
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